Colette Soler Psicoanalista






Freud no hubiera inventado el psicoanálisis sin la graciosa
colaboración de las histéricas. Entre esas pacientes que le enseñaron
hay una que ocupa un lugar especial. Se trata de Anna
O., la primera. Primer caso relatado en los Estudios sobre
la histeria que Sigmund Freud y Joseph Breuer, publicaron



en 1895, ella demuestra por primera vez que el síntoma histérico
reacciona ante la palabra. "Tadking cure", le dice a su maravillado
médico. No se trataba precisamente de Freud sino
de su amigo Joseph Breuer, quien la había asistido desde diciembre
de 1880 hasta junio de 1882, cuando ella se enfermó..
de la enfermedad mortal de su padre.
Lo m8s impresionante de Anna O. no son sus síntomas,
pues son los síntomas cl~sicosd e las histéricas de la época. Lo
que sucede es que Annas hay por lo menos dos. Esta Anna, la
enferma, triste y angustiada pero normal, y luego esta la
Otra, la sonámbula, en estado de ausencia autohipnótica, loca,
mala y alucinada. La división es espectacular. Una no conoce
a la otra y cada una tiene sus horas. Una tiene el día, la
otra la noche, la primera sigue la hora del calendario, la segunda
vive en la hora del traumatismo del invierno precedente
cuando vio declinar a su padre. A veces ni siquiera comparten
el mismo idioma, la segunda ha olvidado el alemán por el
inglés. Es entendible que esta división en acto, en una joven
de quien se sabe que era seductora, culta e inteligente a la
vez, haya conseguido tener en vilo a Joseph Breuer, adepto de
la escuela de Helmholtz. Si no se da por vencido es porque
Anna O. le revela algo asombroso: cuando Anna, la sonámbula
habla, desde el fondo de sus ausencias hipnóticas, la otra
Anna, la del estado de vigilia, se cura de sus síntomas. Descubrimiento
capital que permite a Breuer inventar el método
catártico de rememoración bajo hipnosis. No es todavía la
idea del inconsciente, no es el método psicoanalítico, y harán
falta aún diez años para que en el otoño de 1892 Freud abandone
la hipnosis y llegue a las puertas de la asociación libre;
pero el camino está trazado.
Anna 0. habrá contribuido así al progreso de la ciencia.
Pero esto no ocurrió sin haber pagado cierto precio. Los Estudios
sobre Za histeria la dejan en una perspectiva de curación,
pero se sabe que es una perspectiva falaz y que el texto de
Breuer oculta el secreto de la salida. &te se encuentra registrado
en algunas de las cartas de Freud y fue conocido gracias
a las revelaciones de Jones, su biógrafo. Para quienes apenas
lo conocen, aflora en un medio-decir al final de los Estudios
sobre la histeria, cuando Freud subraya el papel capital del
vínculo con la medicina en el tratamiento de la histeria.
Breuer siempre quiso creer, contra la idea de Freud, que el
componente erótico estaba notablemente ausente en el caso de
Anna O. La luz le vino de afuera, en la voz de su mujer, Matilde,
muy interesada en el asunto coma para no comprender que
el deseo epistemológico no era lo único que animaba las atenciones
tan pródigamente administradas por Breuer a su paciente.
He aquí que el tratamiento supuestamente asexuado
desembocó en un drama conyugal para Breuer. Pasando, de
pronto, del desconocimiento al pánico, sin preámbulos, pone fin
brutalmente al tratamiento. Al día siguiente, Anna O., presa
de dolores de un parto imaginario, lo recibe con estas palabras:
"Aquí llega el hijo de Breuer". C.Q.F.D, sin duda, pero el padre
putativo ya había emprendido la huida, decidido a no saber nada
más del asunto. Un año más tarde, le confiaba a Freud que
deseaba que la muerte librara a la desdichada Anna de sus
persistentes males; y después de diez años hizo falta toda la insistencia
y la retórica de la amistad de Freud para que consintiera
en la publicación del caso, sin mencionar su verdadero final:
se adivina sin dificultad que la existencia de Anna 0. fue,
a partir de ese momento, un testimonio penoso.
Así, Breuer había descubierto la transferencia sin llegar a
tomarla en cuenta. No fue sin duda ni la inteligencia, ni el saber,
ni la perseverancia lo que hizo fallar a este hombre de
largo rostro dulce y melancólico, pero sí seguramente el coraje
moral. Éste fue uno de los grandes reproches que Freud le
propinó. Para nosotros, entre Breuer que no quiere saber nada
de lo que no obstante sabía, y Freud que toma nota y concluye,
entre la perturbación de uno y la tranquilidad del otro,
queda claramente señalado el componente ético insoslayable
en la aparición de un nuevo saber.
En cuanto a Anna O., fue verdaderamente plantada. No sabemos
nada de las fantasías de la joven abandonada. Sin duda,
le placía estar en una posición de tercera entre los esposos Matilde
y Joseph Breuer, y también entre Marta, su amiga, y el
mismo Freud. En la realidad, ella fue más bien la tercera perjudicada:
el hijo simbólico de Breuer le fue rehusado mientras
Matilde obtenía un hijo real, y ella tampoco fue nunca la paciente
de Freud. Sea lo que fuere, unos diez años después y,
precisamente en el período de los Estudios sobre da histeria, la
reencontramos en una historia totalmente diferente, dedicada
al trabajo social, bajo su verdadero nombre, Berta Pappenheim.
Ni esposa, ni madre, supo sublimar su feminidad sacrificada:
en adelante fue madre de los huérfanos que recogía, abogada
y defensora de los derechos de las mujeres. No todas, es
verdad. Su vocación es, m6s bien: la puta y el huérfano. Pasando
alegremente de la privación asumida a la protesta militante,
ella visita con tanta resolución como humor las casas
de mala reputación del Medio Oriente donde se siente llamada
por la degradación de las mujeres y negocia como pionera,
de igual a igual, con los hombres del poder. Aquí, pues, las
dos Annas están reunidas y en paz en una única vocación reparadora.
Se sabe por las cartas recientemente traducidas al
francés, que escribió durante sus viajes a sus "hijas", las primeras
fieles salvadas y formadas por ella para la devoción
profesional. Los únicos estigmas de las aspiraciones pasadas:
una curiosa pasión por los encajes, sin duda metonimias de
los adornos femeninos repudiados, y el odio al psicoanálisis al
que proscribió siempre de sus establecimientos.

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